"A mis treinta y ocho años, y ya con cuatro libros publicados desde mis veinte años, me senté en mi máquina de escribir y empecé: 'Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo'. No tenía la menor idea del significado ni del origen de esa frase ni hacia dónde debía conducirme. Lo que hoy sé es que no dejé de escribir durante dieciocho meses hasta que terminé el libro [...].
Esperanza Araiza, la inolvidable Pera, era una mecanógrafa de poetas y cineastas que había pasado en limpio grandes obras de escritores mexicanos [...]. Cuando le propuse que me sacara en limpio la obra, la novela era un borrador acribillado de remiendos [...]. Pocos años después Pera me confesó que, cuando llevaba a su casa la última versión corregida por mí, resbaló al bajarse del autobús con un aguacero diluvial y las cuartillas quedaron flotando en el cenegal de la calle. Las recogió, empapadas y casi ilegibles, con la ayuda de otros pasajeros, y las secó en su casa, hoja por hoja, con una plancha de ropa.
Y otro libro mejor sería cómo sobrevivimos Mercedes y yo con nuestros dos hijos durante ese tiempo en que no gané ni un centavo. Ni siquiera sé cómo hizo Mercedes durante esos meses para que no faltara ni un día la comida en la casa.
Después de los alivios efímeros con ciertas cosas menudas, hubo que apelar a las joyas que Mercedes había recibido de sus familiares a través de los años. El experto las examinó con rigor de cirujano, pasó y pasó con sus ojos mágicos las esmeraldas del collar, los rubíes de las sortijas [...]. Y, al final, volvió con una larga verónica de novillero: 'Todo esto es puro vidrio [...]'.
Por fin, a principios de agosto de 1966, Mercedes y yo fuimos a la oficina de correos de México para enviar a Buenos Aires la versión terminada de Cien años de soledad, un paquete de quinientas noventa cuartillas escritas a máquina a doble espacio y en papel ordinario dirigidas a Francisco Porrúa, director literario de la editorial Sudamericana. El empleado del correo puso el paquete en la balanza, hizo sus cálculos mentales y dijo: 'Son ochenta y dos pesos'. Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que le quedaban en la cartera y se enfrentó a la realidad: 'Solo tenemos cincuenta y tres'. Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos una a Buenos Aires sin preguntar siquiera cómo íbamos a conseguir el dinero para mandar el resto. Solo después caímos en la cuenta de que no habíamos mandado la primera, sino la última parte. Pero, antes de que consiguiéramos el dinero para enviarla, Paco Porrúa, nuestro hombre en la editorial Sudamericana, ansioso de leer la primera parte, nos anticipó dinero para que pudiéramos enviarla. Así es como volvimos a nacer en nuestra vida de hoy".
Esperanza Araiza, la inolvidable Pera, era una mecanógrafa de poetas y cineastas que había pasado en limpio grandes obras de escritores mexicanos [...]. Cuando le propuse que me sacara en limpio la obra, la novela era un borrador acribillado de remiendos [...]. Pocos años después Pera me confesó que, cuando llevaba a su casa la última versión corregida por mí, resbaló al bajarse del autobús con un aguacero diluvial y las cuartillas quedaron flotando en el cenegal de la calle. Las recogió, empapadas y casi ilegibles, con la ayuda de otros pasajeros, y las secó en su casa, hoja por hoja, con una plancha de ropa.
Y otro libro mejor sería cómo sobrevivimos Mercedes y yo con nuestros dos hijos durante ese tiempo en que no gané ni un centavo. Ni siquiera sé cómo hizo Mercedes durante esos meses para que no faltara ni un día la comida en la casa.
Después de los alivios efímeros con ciertas cosas menudas, hubo que apelar a las joyas que Mercedes había recibido de sus familiares a través de los años. El experto las examinó con rigor de cirujano, pasó y pasó con sus ojos mágicos las esmeraldas del collar, los rubíes de las sortijas [...]. Y, al final, volvió con una larga verónica de novillero: 'Todo esto es puro vidrio [...]'.
Por fin, a principios de agosto de 1966, Mercedes y yo fuimos a la oficina de correos de México para enviar a Buenos Aires la versión terminada de Cien años de soledad, un paquete de quinientas noventa cuartillas escritas a máquina a doble espacio y en papel ordinario dirigidas a Francisco Porrúa, director literario de la editorial Sudamericana. El empleado del correo puso el paquete en la balanza, hizo sus cálculos mentales y dijo: 'Son ochenta y dos pesos'. Mercedes contó los billetes y las monedas sueltas que le quedaban en la cartera y se enfrentó a la realidad: 'Solo tenemos cincuenta y tres'. Abrimos el paquete, lo dividimos en dos partes iguales y mandamos una a Buenos Aires sin preguntar siquiera cómo íbamos a conseguir el dinero para mandar el resto. Solo después caímos en la cuenta de que no habíamos mandado la primera, sino la última parte. Pero, antes de que consiguiéramos el dinero para enviarla, Paco Porrúa, nuestro hombre en la editorial Sudamericana, ansioso de leer la primera parte, nos anticipó dinero para que pudiéramos enviarla. Así es como volvimos a nacer en nuestra vida de hoy".
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