Esta es un pequeña autobiografía de Sandro Josué.
"Mi padre no recibió de buen agrado el regalo que mis tías nos alcanzaron a mi hermana y a mí cuando éramos niños: una pareja de pericos que –por bullangueros y traviesos– eran alejados de sus dueños sin un atisbo de pena.
Lo cierto es que las verduscas aves lograron prontamente perennizar su bulliciosa presencia. Quizás, una de las razones que propició su feliz estadía es que les abrimos la jaula y discurrían por la casa con plena libertad. Eligieron un abrigado rincón para pernoctar y extendieron su libre albedrío a su gastronomía, apartándose de los aburridos choclos verdes, lechugas y plátanos de la isla, para unirse a la mesa familiar y saborear las delicias que solía preparar mi madre.
Pasaron los años y asombrosamente seguían con vida. Una tarde descubrí que la perica había puesto un huevecillo; pero –porque la naturaleza le negaba reproducirse en cautiverio y por su avanzada edad– no pudo convertirse en madre y murió, lo que nos produjo una gran aflicción. El perico viudo vivió unos años más, reconfortado por el cariño que todos le prodigábamos.
Al morir nuestro perico, pensé que la bonita y larga generación de mascotas había culminado en casa; más me asombré al ver que otra tarde mi padre llegaba con una jaula provista de otra joven pareja.
Para esto, nosotros habíamos crecido y nos alejábamos cada vez más del hogar. Papá y mamá, sin duda, necesitaban compañía.
Los pericos alegraban sus días y, aunque fueron muriendo, papá los iba supliendo. Así hasta que –ya ancianos– una mañana mi madre sufrió un infarto cerebral. Entonces todo cambió en casa. Con profunda pena y debido a que mamá iba a requerir de mayor atención, mi padre se vio obligado a regalar a la última generación de sus leales amiguitos. Esos pequeños seres les habían prodigado alegría y una mutua atención, lo que redundaba en alimentar la autoestima en la decisiva y última etapa de sus existencias.
Por eso siempre sentiré gratitud por estos animalitos".
"Mi padre no recibió de buen agrado el regalo que mis tías nos alcanzaron a mi hermana y a mí cuando éramos niños: una pareja de pericos que –por bullangueros y traviesos– eran alejados de sus dueños sin un atisbo de pena.
Lo cierto es que las verduscas aves lograron prontamente perennizar su bulliciosa presencia. Quizás, una de las razones que propició su feliz estadía es que les abrimos la jaula y discurrían por la casa con plena libertad. Eligieron un abrigado rincón para pernoctar y extendieron su libre albedrío a su gastronomía, apartándose de los aburridos choclos verdes, lechugas y plátanos de la isla, para unirse a la mesa familiar y saborear las delicias que solía preparar mi madre.
Pasaron los años y asombrosamente seguían con vida. Una tarde descubrí que la perica había puesto un huevecillo; pero –porque la naturaleza le negaba reproducirse en cautiverio y por su avanzada edad– no pudo convertirse en madre y murió, lo que nos produjo una gran aflicción. El perico viudo vivió unos años más, reconfortado por el cariño que todos le prodigábamos.
Al morir nuestro perico, pensé que la bonita y larga generación de mascotas había culminado en casa; más me asombré al ver que otra tarde mi padre llegaba con una jaula provista de otra joven pareja.
Para esto, nosotros habíamos crecido y nos alejábamos cada vez más del hogar. Papá y mamá, sin duda, necesitaban compañía.
Los pericos alegraban sus días y, aunque fueron muriendo, papá los iba supliendo. Así hasta que –ya ancianos– una mañana mi madre sufrió un infarto cerebral. Entonces todo cambió en casa. Con profunda pena y debido a que mamá iba a requerir de mayor atención, mi padre se vio obligado a regalar a la última generación de sus leales amiguitos. Esos pequeños seres les habían prodigado alegría y una mutua atención, lo que redundaba en alimentar la autoestima en la decisiva y última etapa de sus existencias.
Por eso siempre sentiré gratitud por estos animalitos".
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